"Salir a buscar golpes", una crónica de Ana Teresa Toro
A veces salimos a buscar sangre. No es un acto heroico, no es un gesto noble, no es bonito. Es, ni más ni menos, una de esas cosas de ser humano.
Y la sangre, el sábado 15 de marzo de 2014, nos espera en el Coliseo Rubén Rodríguez de Bayamón. Un sábado más de pelea como tantos que hay en esta isla donde sobran las palabras precisas para nombrar los golpes. Porque no es lo mismo decir un barrecampo, que un mameyazo. El primero viene de lejos, con el brazo abierto y el puño sólido y malintencionado; el segundo suena casi a accidente, un golpe duro que llega con algo de inocencia. Y por ahí está el bimbazo, el simbronazo, el cantazo, el centellazo, el burronazo, el aletazo y otras tantas palabras precisas para describir los golpes que se reparten cuerpo a cuerpo. Ese sábado los veríamos todos.
Ana Teresa Toro (1984) es periodista y novelista. En el 2015 publicó su novela Cartas al agua y una antología de sus crónicas, Las narices de los perros. "Salir a buscar golpes" aparece en este último y fue publicada originalmente en la sección de crónica del 29 de marzo del 2014 de El Nuevo Día.
La cartelera promete. Diez combates, cada uno con su pequeña épica de fondo. Como el de Juanma López, quien luego de perder el favor mayoritario del público buscaba redimirse, o el del peso pesado Deontay Wilder a quien nadie ha vencido y venía a probarse una vez más como invencible. Y por sobre todas, la pelea estelar, el encuentro entre el boricua nacido y criado en Filadelfia, Danny García, y el mexicano nacido y criado en California, Mauricio Herrera. Una pelea que llega en un momento en que en la isla no hay un gran campeón activo y con título vigente en el boxeo mundial. Cosa rara en un país acostumbrado a las reinas y los campeones, símbolos máximos del patriotismo de la belleza golpeada que tan bien nos describe.
Y la épica de Danny es diaspórica. Viene con la carga de que el nuevo campeón vino de allá, del pedazo desbordado de isla que nos devuelve mucho, así sea a golpes.
A las seis de la tarde ya han pasado las primeras tres peleas. El coliseo está casi lleno. Piñas coladas, cervezas, chicharrones de nombre "Junkiao" y unas cuantas delicias de pasillo y gradas están a la venta. En el centro, el cuadrilátero, sobre el cual cae un aura de luces azules y rojas siempre en movimiento, algo así como una jaula abierta e iluminada de la cual sólo puede uno salir con algo de sangre o sudor. Y sangrar y sudar no es poca cosa. Cuando el cuerpo se hace líquido es porque algo ha pasado.
Suenan cornetas y gritos, sobre todo cuando las modelos: una rubia, una india y una negra, suben a anunciar el número del round. Visten pantalones cortísimos y ajustados, con ombligo al aire y nalgas que se asoman rebotantes. Estas modelos sí tienen carnes sueltas y no huesos. La rubia es la favorita y cuando se dobla para atravesar las cuerdas y entrar y salir al cuadrilátero el coliseo completo delira. "Wá, wá, wá".
Abajo del ring merodean mujeres que han llegado aquí -la mayoría- arregladas, con pantallas larguísimas, cejas matemáticamente dibujadas, pantalones que se confunden con la piel y escotes generosos. Alguna que otra teta plástica y tacos altísimos, porque aquí casi todo lo bello duele de alguna manera. Los hombres lucen más casuales pero muchos igualan en la matemática de la ceja.
Cuerpos de hombres sólidos, de espaldas territoriales y abdominales caminables se reparten puños ante la mirada atenta del réferi que más que un árbitro parece un embalsamador con su elegancia de camisa de manga larga y guantes de látex. El último vestigio de elegancia queda en el presentador de traje y lacito, peinado y micrófono que habla con esa entonación que alarga sílabas y busca alimentar la expectativa. Pero la expectativa está ahí. A los golpes siempre se les esperan.
"Han sido muy cortas, la gente quiere ver sangre". Escucho decir a un hombre poco antes de que Juanma López suba al ring con una canción de reguetón que dice algo así como "rebuleando con un guille baja panty". Porque si una cosa es clara es que el boxeo en Puerto Rico es salsa y reguetón. Nada de canciones blandas, salsa gorda, pesada y reguetón directo y de abundante boconería. En el boxeo es tan importante el puño como su anticipación. No hay épica sin ofensa, sin drama.
Juanma se enfrentó una vez más al mexicano Daniel Ponce de León. El réferi, antes de empezar les dice algo así como "que gane el mejor, Dios los bendiga". Fue una pelea corta pero cumplió porque tuvo su digna dosis de drama. El boricua cae al piso primero, el público se pone de pie, gritan. El cagüeño remonta. Tumba al mexicano dos veces, la última fue contundente. El réferi abraza al mexicano y para la pelea con esa actitud de consuelo que tienen estos señores que miran los golpes más cerca que nadie.
Gana el de aquí, pero para el grupo de hombres que tengo detrás "la pelea estuvo mal pará". "Ese árbitro no sirve, tenía que dejarlo que lo matara, para que no cupiese duda de que ganó". "Tenía que ser un gancho o un volador". Quizás no hubo "suficiente" sangre.
El análisis va por ahí, con más pasión en las gradas y menor intensidad pero mismo contenido en el área de prensa donde estoy sentada a cuatro filas del ring, entre hombres -en su mayoría- que con sus computadoras abiertas observan con aire de filósofos del cantazo lo que tenemos de frente. Hay mujeres, pocas, pero las hay. Algunas periodistas y otras son las que van controlando detalles, obtienen los números, van con walkie talkies dando instrucciones, controlan algo, no sé bien qué. A mi lado un periodista juega sudoku en las peleas que no le interesan.
A Juanma le entregan su faja llena de brillo, espejitos y el tipo de adornos que se encuentran a un camino entre el canutillo y la lentejuela; como una corona para la cintura.
Al iniciarse la transmisión para Showtime ya el coliseo luce bastante lleno. Angelise García y Erika Méndez, la hermana y la novia de Danny García, suben al ring (¿escenario?) con vestidos largos de telas brillosas (muy parecidas a las telas de las trusas de los boxeadores), piernas visibles y escotes de espalda y pecho importantes. La primera canta el himno de los Estados Unidos y la segunda canta la Borinqueña con nuestra bandera en la mano. No se escucharon piropos, gritos o nada. Con ellas no. Hay un código.
La cartelera siguió y una de las más duras fue la pelea de los pesos pesados: 227 y 238 libras de músculos y tatuajes. Ninguno de los dos peleadores tenía un pedazo de piel sin tatuar, como si las cicatrices escogidas fueran más duras que las del deporte.
Esa pelea duró poco más de un minuto. Deontay Wilder entró con una máscara dorada en el rostro y fue abucheado duramente por el público del boxeo que no es nada generoso para los aplausos. Movía sus pectorales para la cámara como si bailara la danza del vientre pero con sus tetillas. Una cosa rara, la verdad.
Wilder noqueó sin mayor esfuerzo a Malik Scott y al instante fue ovacionado desde las cuatro esquinas. Aquí pasar de villano a héroe puede tomar un minuto. Sobre todo porque en el boxeo la gloria está en la caída. Es el deporte que más busca el suelo, es el lugar donde visitar la lona y levantarse es alcanzar la absoluta gracia.
"Si le das la gloria a Dios, él te dará la victoria". Dijo Wilder tras ganar haciendo eco de ese discurso religioso que permea en muchos boxeadores. Baja del ring mientras el público sigue embelesado en la repetición del nocaut. Gritan igual que cuando pasó. En este mundo los cantazos hay que confirmarlos.
Y por fin llega la pelea estelar. Herrera entra con su grupo y suena una ranchera de fondo que dice algo así como "aquí está tu gallo de oro". Lo abuchean pero el hombre no se amilana. Desfila con ganas, porque en el boxeo, no se entra, se desfila hasta el ring. Hay algo así como una dignidad del duelo, de los puños que no llegan inesperados sino que los vamos a buscar.
Danny García entra con Daddy Yankee, con un vejigante, banderas, con eso que llaman el maleanteo, la roncaera, o lo que es lo mismo, con el guille del que está en casa y se sabe favorecido.
Es curioso, porque todo eso se disipa cuando todo el mundo baja del ring y los peleadores se quedan solos con el árbitro. Hay algo en sus rostros, un instante muy breve en el que se les dibuja el miedo en la cara.
La pelea empezó y al poco tiempo el público se fue dando cuenta de que no sería una victoria segura. El mexicano, como dice uno de mis gurús del boxeo, José A. Sánchez Fournier, no se leyó el libreto. Pelea con corazón, aguanta golpes como si fuera una pequeña pared que se desplazaba. Pero García es bravo. No se deja y responde. Es un toma y dame casi parejo. Los chorros de sudor vuelan, una nariz chorrea sangre. Se respira el cansancio. Uno abre la boca más que el otro. Jadea. Es lindo el sudor cuando vuela. Es lenta la sangre cuando cae.
Los analistas vuelven entre round y round a disertar sobre si García tuvo o no exceso de confianza. Otros claman porque "le de por debajo del ala". Luego aprenderé que esa es una de las grandes señales del estilo de los boxeadores boricuas. "Dale un upper". "Puñeta". "Mete mano, cabrón". "Mira, eso significa que metas caña, dito es que él no está acostumbrado, allá no dicen eso".
Nadie tocó el piso en esta pelea. Doce asaltos con el guante en la cara. Ganó García pero no ganó bonito. Al día siguiente el gobernador lo recibió en La Fortaleza, le entregó una bandera, lo paseó por el palacio.
El boxeador usó gafas. Cubrió los moretones del rostro. Los otros, los del cuerpo, los que por lo general los hacen orinar sangre días después de las peleas, no se ven. Algo así como la belleza de esta isla, mar y sol que disimula bien los golpes. Abdominales que esconden órganos adoloridos.