nota de los editores al #6

A veces las cosas cuajan a su manera. Después de par de años abrumados, las obligaciones han comenzado a ceder y los editores hemos decidido poner en marcha una serie de proyectos que tenemos pendiente desde hace mucho.

Uno de esos, de los principales, es este número de La pequeña, y el siguiente, y el que le sigue a ese. Lo que pensamos sería un número para el 2023 resultó rendirnos dos y medio, y nosotros felices y contentos. Acá ofrecemos el primero de esos, el sexto número de La pequeña, a casi siete años del primero, y con cuatro textos en vez de tres.

Si le has seguido el hilo a La pequeña, sabrás que por lo del tamaño, por lo de la aproximación esporádica, más que un proyecto de edición, lo pensamos casi como uno de curaduría de objetos encontrados. El proceso va algo así: un montón de gente super talentosa nos envía un fracatán de textos prometedores, y de ahí en adelante nos sentamos a leer, atentos a los vasos comunicantes que se van sugiriendo entre la radical idiosincrasia de cada poema o cada cuento. Solemos hacer de uno de ellos ancla, y de ahí vamos articulando los otros que nos gustaron.  A menudo, el texto ancla de Sergio resulta ser diferente al de Juanluis, y comenzamos a ensayar, a re-leer hasta justificarnos a nosotros mismos el trío o cuarteto escogido. Es cierto que tenemos criterios particulares, que hay ciertos tipos de poesía que nos suenan más que otros, que tenemos una preferencia por el cuento que se inmiscuye en lo cotidiano, en lo mínimo, en la materia pequeña del día a día, pero son criterios móviles, flexibles. Con este sexto número, creemos ya haber armado un catálogo bastante representativo de nuestras disposiciones literarias circa 2016-2023, pero nos emociona ver qué alambica el horizonte y cómo se le dará forma literaria.

Todo eso dicho, pasemos a lo importante.

El número seis viene con dos cuentistas y dos poetas. Las cuatro colaboraciones comparten, a su manera, un temperamento melancólico, cierto sentido de luto ante la pérdida de las certezas de la infancia, ante la intrusión de la contingencia en la vida.

En "El desorden de la luz", de Mariana Amato, una mujer pierde su visión y, trenzándose con el presente, irrumpe el pasado. Allí, la niñez se le ofrece como un santuario al que recurrir ante "ojos cerrados a la fuerza" y, en ella, encuentra la lógica íntima de su mundo; una lógica que suena a la voz de la abuela Livshe, "a cucharas revolviendo el té, a ventanas con cortinas mirando a una ciudad más antigua que el agua". Es una infancia en el que el mal parecía restringido a las afueras del hogar, en el que nada podía retar el cosmos que regía aquella señora. Pero entonces la vida hace lo que suele hacer y la protagonista está allí, en cama de hospital, ¿y qué dice eso de todas aquellas reglas, de todas aquellas promesas? ¿Cuál es la palabra que nombra el luto particular que sufrimos al perder no ya a nuestros seres más queridos, sino las certezas que nos legaron?

Los tres poemas de "hacia / lo que queda por ganar" de Mell Rivera Díaz están también atrapados en ese momento de crisis, en la pérdida de las certezas juveniles. Ojalá la sabiduría arbitraria de una abuela pudiera servir en la poesía de Rivera Díaz de balsa, pero no hay tal cosa. Estos poemas miran desde el presente de la crisis al presente y sienten que se sofocan. Razón tienen, porque la condición puertorriqueña cada vez tiene más de naufragio que otra cosa. Y, sin embargo, la isla aprieta, pero no asfixia. En uno de los poemas, unos versos de la amada quiebran la bruma y se ofrecen como oasis, y tal vez se trate de eso, o sea eso lo que nos quede, el verso ofrecido como caricia.

La poesía de Alejandro Medina también enfrenta la trashumancia del primer envejecimiento, pero lo hace de pecho y encontrándole placer a la fuga de colágeno, a la incipiente calvicie. En ellos hay un deseo encarnado que se sabe finito, pero no por eso menos deseante. En ese sentido, ofrecemos aquí cuatro poemas que nos proponen una ética (o tal vez una erótica) capaz de mostrarnos—y aquí parafraseamos a Medina— cómo hacernos la frontera que lune de salto una amapola, cómo mudarnos, ombligarnos, obligarnos a ser sable en la maleza.

Fernando, el nene que protagoniza "Como el pez" de Orlando Javier Torres, no tiene tal sabiduría, o, por lo menos, no por ahora. Fernando habría hecho cualquier cosa con tal de no tener que quedarse con su abuelo en Barranquitas. Pero allí lo dejó la mamá y es como si lo hubiera lanzado de pronto a la intemperie, y sin tan siquiera haberle ofrecido las certezas que la abuela Livshe le ofreció a la protagonista de "El desorden de la luz". "Como el pez" nos recuerda que la pérdida de la inocencia no es un proceso lento, sino que siempre es un golpe de agua que nos arrolla y ¿cómo es que éramos podíamos sentir tanto en una semana, en un día, en una tarde? Si adolecer es la principal condición de la adolescencia, lastimar—o, mejor dicho, el descubrimiento del daño del que somos capaces—es su inevitable corolario.

Gracias a Mariana, Mell, Alejandro y Orlando—y a la fuerza fotográfica de jules a., a través de Unsplash—, les ofrecemos un sexto número de La pequeña que no es sino una antología de cuatro crónicas de sujetos atrapados en lo que Quevedo, el cuatro ojos favorito del Siglo de Oro, llamó el "breve combate de importuna guerra".

Sergio y Juanluís
Julio del 2023