nota de los editores al #10

Los editores de La pequeña recordamos disfrutar, cuando niños, de unas gafitas 3D que venían a menudo en las loncheritas de los fast foods o en los álbumes de estampitas. Iban acompañadas, casi siempre, de unos papeles sueltos o un libro en el que las imágenes estaban distorsionadas, con los colores como que separados entre rojos y azul. Resulta que ambos solíamos ojear las páginas primero, para familiarizarnos con ellas. Solo después de casi memorizarlas, nos poníamos las gafas. Cerrábamos los ojos. Abríamos, primero, el libro en esa oscuridad  y, luego, la mirada. Entre parpadeo y parpadeo,  aquellas imágenes que nos acabábamos de grabar en el cerebro comenzaban a levantarse, a levitar, y se nos acercaban. Era la maravilla de lo casi que inexplicable. Aún entonces cuestionábamos si aquello que percibíamos estaba, de hecho, en tres dimensiones, pero la duda desaparecía ante lo increíble y parapelos de verle más al mundo, de poder divisar una profundidad antes insospechada. El asombro es una de las primeras víctimas de la edad. A veces surgía algún detalle en las páginas que se te abalanzaba a los ojos y que no habías percibido antes, y te preguntabas cómo era posible que se te hubiera escapado. 

La literatura puede tener algo en común con esas gafas: la manera en la que ilumina el presente, en la que revela dimensiones profundas en aquello que ya tenemos memorizado. O eso creemos por este lado, y para este décimo número de diciembre del 2024, a ocho años de haber fundado la revista, invitamos a cuatro poetas a quienes se le hace fácil hacer que las palabras muestren la costura del mundo: Amanda Hernández, Xavier Valcárcel, Gaddiel Francisco Ruiz Rivera, y Roque Raquel Salas Rivera. Amanda nos ofrece una selección de poemas editados e inéditos, Xavier un cuento que cala, Gaddiel la primera parte de un precioso trabajo inédito llamado Cómo sabe el níspero, y Roque Raquel una selección de su epopeya de pronta publicación Algarabía.

Como las gafitas mencionadas, los poemas de Amanda Hernández nos desfamiliarizan el mundo, nos lo distorsionan lo suficiente para que entendamos que algo está off. Ante ello, nuestras ganas de comprensión—ese impulso escolar—recorren el poema buscando la clave que descifre las imágenes, que nos explique por qué los amigos “aúllan / mientras juegan a la casa con el sol”, por qué evitan escatimar la tierra, “[abrazándose con las uñas sucias. / Rodando y besándose en el piso a pesar de la poca presión de agua”. El poema termina, sin embargo, sin entregarte las gafas 3D que devuelvan al mundo a su carril, que re-alineen la imagen, pero ya para entonces descubrimos que es demasiado tarde, que hemos entrado de lleno al dominio de lo no-tal-cual. Y una vez ahí, los poemas que Amanda nos ha ofrecido para este número cambian el registro y se tornan utópicos (no-lugar-ísticos), o tal vez sea mejor decir deseantes. Claro, como en todas las utopías, hay un mundo caído del que se escapa, y el poema “Fruto resistente” rechaza este, el mismo en el que nos prometen que “la existencia es mejorable / que la voluntad al cambio trae consigo mejores días”. Desde ahí, la voz poética articula un deseo cada vez más preponderante entre cierta gente puertorriqueña, un deseo que se halla en la canción “El arca de Mima”, en el final de la novela Los días hábiles de uno de nosotros los editores: 

Pienso recoger mis cosas / largarme a la montaña / olvidar cómo hablar inglés. /Será necesario buscar entonces de la tierra. / Saberme el nombre de los frutos y sembrar de memoria. / Buscar del silencio. / Enterrar la vergüenza, la rabia, la desdicha / confiando en que darán algún fruto resistente.

Nótese que los poemas de Amanda nunca cruzan a ese nuevo mundo, se posan en el umbral del verso, miran hacia su horizonte, y desde ahí cantan, especulan. Casi se puede decir que ese es el rol que la poeta le da a la poesía en esta selección. En “Terrestres”, por ejemplo, nos propone el modelo de la medusa inmortal, la cual “tiene la capacidad / de continuamente regenerarse. // Quiere eso decir / tiene la capacidad de revertir su ciclo vital / rejuvenecer infinitamente.”. ¿Qué implicaría eso para nuestra estirpe?, se pregunta y tantea, pero se detiene ante el precipicio, acepta la cornisa: “Estuvimos cerca, pero nos tocó ser terrestres / pequeños mortales a dos patas / continuamente repitiéndonos”. 

Xavier Valcárcel nos ofrece una escena que se abre hacia sí misma. Una mujer observa a su pareja estallar en llanto al ver a un hombre estallar en llanto, y así resurge, de la nada, la simple verdad de que cada cual, por más amado, por más familiar, siempre es, al fin y al cabo, cifra, misterio. Es por eso que toda trama doméstica puede leerse, de cierta manera, como whodunit, como novela policiaca: ¿quién o qué es el culpable de las lágrimas de la pareja? ¿Quién o qué es el culpable que el idilio se venga abajo, que la ficción amorosa se revele circunstancia, costumbre, careo? ¿Cuál es el motivo del acto decisivo, del golpe de gracia que pone en jaque la cotidianidad? En el relato de Xavier, la respuesta se halla en el deseo, o en el cansancio, o el hastío. O quizás en las tres, diríamos, porque ¿quién no se harta de esta vaina?

Los poemas que incluimos de Gaddiel Francisco Ruiz Rivera se alejan del presente, le dan la vuelta al reloj y alternan registro. El de “I: El Profundo” es un registro hondo, de largo alcance, fundador de mundos, y nos ofrece un nuevo lenguaje para describir la emergencia de un planeta que puede ser este o que, en un principio, cualquier otro. Hay algo de la imaginación genésica de estos poemas que atrapa y que nos carga de anticipación, nos hace querer saber qué es lo que hierve, qué lo que se cuece en los caldos primordiales, “más allá de las eras”, en “la cicatriz profunda / gárgara ardiente en la boca marítima”.  

En toda cosa que surge, nos recuerda Gaddiel, se juega con muerte, y, de pronto, aparece en los poemas la vida animal, la lengua del rorcual, la velocidad del atún azul, las maromas del krill, la orca merodeadora, el ballenato, y aquí y allí hay hambre, hay vida que come vida, y  “cada bocado reitera los hallazgos / pero ‘de algo hay que morir’ canta atiborrada / por la rutina del hambre hasta que es tiempo / de ir a descochar el espiráculo”.

En el último de los poemas, “carne humana”, entra la historia, y lo hace de golpe y a borbotones. Si el principio de la vida se halla en el estómago del Atlántico, de allí mismo surge el índice que elimina cualquier posibilidad de que el de Gaddiel sea un mundo alterno: es este mismo que corroemos. Dice el poeta: “el estómago del Atlántico olvida / los siglos en que fue forzado a tragar / inertes cuerpos africanos / fragmentados una y otra vez por los hambrientos”. Y así se borronea cualquier fantasía edénica, cualquier aspiración una historia alterna. Es hasta aquí que nos ha traído el poema, al morboso saldo de nuestra modernidad. 

Pero nos da algo más, una promesa. La de Gaddiel, después de todo, bien podría considerarse “escritura geológica”, si tomáramos el concepto de la escritora Cristina Rivera Garza. Para la mexicana, la mirada geológica “nos recuerda constantemente que somos tiempo" y que habitamos un mundo marcado por "un pasado que aconteció sin nosotros y un futuro que nos sobrevivirá”. Si la ciencia ofrece y trafica en metáforas para trasmitir y tejer sus hipótesis, Gaddiel muestra la capacidad de la poesía en traficar en ciencia para diluir la intensidad del presente y obligarnos a enfrentar la larga duración de las cosas duras, hacernos ver “el profundo secreto planetario”. Así, nos promete, tal vez, que “pronto evolucionara el pez sobre las sobras / que arrojan al mar aún los esclavistas”. Y puede que sea promesa, o puede que amenaza. Igual le damos la bienvenida. 

El primero de los tres poemas de Roque Raquel Salas Rivera nos pasa del viaje de la ciencia de Gaddiel, a un viaje hacia un adentro incómodo. En “Tomando en serio los sueños”, la voz protagonista—llamémosle Cenex, por eso de—, se sienta a compartir un porrito con un tal Carl (Sagan) y una tal Titi Aixa. A medida que fuma, el momento es abrazado por un deleite que incrementa, que alterna la frecuencia, cambia de registro. ¿Quién abraza? ¿Quién pone? Nada más ni nada menos que Las inercias, esa pulsión quizás atómica, quizás existencial, que una vez es nombrada por Roque Raquel entendemos que ya conocemos. Las inercias, a menudo y de la nada, abundan, “jugo de lumen, puro, espeso”, “cambio de forma, condensado,” “la saviasperma de la madera”. Y ahí, cuando cunden estas, desaparece el guille y, por un instante; la presión de mundo. La voz poética, Cenex, “Desprovisto de dirección, despojado de posibilidad,” hundido en el instante sabático, siente una alegría honda, la primera en mucho rato; paréntesis cannabinesco. Pero entonces el cuerpo, el deseo. No somos solo ente existente, somos también cabeza, y de alguna manera las partes del cerebro hacen que también seamos mente, y Cenex, la voz poética, siente, a la vez, el peso de la inoperancia, la tristeza de no tener hogar, trabajo, destrezas, y el hecho que lo “entrenaron para ser arma, pero sin combate”. Crisis existencial. 

El poema es el primero de tres fragmentos, casi que snapshots, de momentos distintos de la epopeya Algarabía, la cual se publicará en en el 2025, de manera bilingüe. Si suspendemos ese dato, esa presión de totalidad, y le otorgamos a cada uno de los tres textos su autonomía—o digamos soberanía, para no estadoasociadolibrarlos—apreciamos un ojo que arma y desarma. Proponemos como prueba los dos siguientes poemas, “Conoce a los Obregón” y “Cenex el no incorporado”, en el que se nos ofrece una familia “decente”, clasemediera, bienintencionada y, al fin, vacua, cruel. La voz poética, tan hambrienta de relación, entiende la situación, pero cede, acepta las migas que se le ofrecen porque:

“Lo que yo deseaba era un respiro, un lugar / donde pudiera dejar de pensar en la próxima / comida o alguna protección contra las picadas. // De eso se trata la familia para muches: / un sitio al cual pueden volver, una base. // Cuando pierden el trabajo, cuando / pasan por el divorcio, ahí: la familia. / ¡Qué alivio saber que tenía techo por ahora!”

Cenex acepta ese techo, esas migas, y satisface el rol que se le atribuye, que es el de ser el no-incorporado, el elemento extraño que se apacigua, que se tolera. Eso mejor que nada, parece decirnos, y aprovecha la pausa, el descanso. Andar siempre de carrera, de fuga, cansa. Pero esta tolerancia también se revelará asesina, bruta, burda. Está cabrón tambalearse entre la muerte y la mera tolerancia, y Cenex eventualmente, en un poema que no se incluye en esta selección, concluirá: 

"Pero sus reglas no eran las mías. / Él podía tener los nombres que quisiera. Esa fue mi lección aquel segundo día educativo / Si eres trans, solo te permiten un nombre inaugural, / porque si empiezas a pertenecer, como Omar, / a muchos, les llenarás las cabezas / de ruidos extraños"

Ahí les dejamos los textos de Roque Raquel, de Gaddiel, de Amanda, de Xavier; literatura que tuerce el presente, que le revela el lado iluminado. 

P.S- Las imágenes del número, de televisores viejos, de los que te daban una imagen del mundo granulada, provienen de Sebastien LE DEROUT, Alex Meza, Pawel Kadysz, Frank Okay, Alberto Contreras, Tom WheatleySiavash Ghanbari a través de Unsplash.

Sergio Gutiérrez Negrón y Juanluis Ramos

16 de diciembre del 2025