Foto de la serie “México” de Mario Rubén Carrión.

Foto de la serie “México” de Mario Rubén Carrión.

 La pequeña llega cuando llega y le tocó el 29 de octubre de este infame año. Quizás debió haber salido antes, hace cinco o seis meses, cuando estábamos en casa todo el día leyendo cualquier cosa por internet. Pero no fue así, y qué importa. El punto es que, ahora, venimos con dos sendas selecciones de poemas sacadas de los últimos libros de Marta Jazmín García y Ángel Antonio Ruiz Laboy y con un cuento del gran Luis Felipe Lomelí, maestro de la forma corta (como lo evidencian sus laureadas colecciones Todos santos de California y Perorata). Creemos que, como el anterior, es un gran número el que traemos.

Más específicamente, ¿qué les decimos de nuestros autores?

La poesía de Marta Jazmín García se pregunta por las formas de decir la pérdida y el lamento. Pero no por ello entretiene el silencio o la inercia. Reconoce, claramente, que “el lenguaje siempre ha sido eso / una procesión de animales peligrosos / que no nos atrevemos a morder”. Por eso, intenta fundar otra gramática—imperfecta, sin duda— a partir de la cual abarcar nuestros miedos y dolores. Lo vemos cuando reconoce que sabe “muy bien que la realidad sucede / primero que sus nombres. / y que antes de la formación del mundo / ya habitaban los miedos en la boca”. Esta es precisamente la razón por la cual Marta Jazmín toma residencia en la poesía, porque, como se ve en los poemas, es desde allí que puede “decir” la sombra y lo innombrable. La poesía, para la poeta, es tanto la aceptación de la radical insuficiencia de la palabra y, al mismo tiempo, el reconocimiento de que “el mundo / siempre ha existido / por una palabra”.

Los poemas que incluimos de Ángel Antonio Ruiz Laboy, como el libro al que pertenecen (Cartografía del polvo, Riel 2020), ofrecen una cartografía del deseo. Son poemas hechos de una acumulación de proyectos, añoranzas y actos que giran en torno a unas ganas viscerales no ya de recuperar lo disperso sino de dar constancia de la dispersión misma.  Así, “Opacidad,” por ejemplo, ofrece una serie de programas—“entender el secreto que subyace / la piel conocida de las cosas”, “perderse obnubilado en la sensación del todo”, “abrazar la oscuridad de la luz, etcétera—cuya imposibilidad no los priva de su relevancia, de la necesidad de hacer de estos horizontes. “Embestir en blanco,” en cambio, es ya el registro del accionar de una voz poética que, ante la imposibilidad de “embestir las paredes difusas de lo blanco / sin desgarrar / con la maroma de su vuelo el linaje de su calma”, decide entregarse en una rendición que, como mínimo, dejará evidencia del intento, de las ganas. La poesía de Ángel Antonio es poesía de lumbre, de ceniza, de polvo.

Finalmente, en Jefe de jefes, el texto de Luis Felipe Lomelí, hay una hija y la larga sombra de un padre. Es un cuento sobre el peso de la herencia y las distancias que nos echamos para aceptar o negar lo que nos toca; o, quizás, sobre las distancias que tenemos que recorrer para darnos cuenta que realmente no hay tal decisión. Como en su dura novela Indio borrado (Tusquets, 2014), en “Jefe de jefes” Lomelí reacomoda y reescribe los tropos de las ficciones del narco y nos ofrece una personaje dura, enternecedora—viva, digamos—, que late y arde y se nos queda enquistada en el pecho.

Cerramos esta breve nota invitándolos a la lectura y agradeciendo a Mario Rubén Carrión, el fotógrafo de este número, por prestarnos su ojo y los pedazos que le arrancó a México durante un reciente viaje.