Cena para tres

Un cuento de Manolo Nunez Negrón

            

 

           

[Al inicio del cuento, el narrador] nos da cierta confianza por cómo nos invita a la intimidad pecaminosa del bochinche, [pero] muy pronto nos vira la tortilla y nos damos cuenta, como suele suceder, que al fondo de todo chisme siempre hay veneno.
— Los editores

Manolo Nuñéz Negrón (San Sebastián del Pepino, 1980) es autor de Comida de peces (cuentos, 2016); Barra china (novela, 2012) y El oficio del vértigo (cuentos, 2010). 

 

Al doblar cerca del florero con las hortensias moradas, el que está de frente a la consola con velones blancos, vuélvete como quien no quiere la cosa. La de los aretes de rubíes que lleva el pelo recogido en una trenza, con el collar de piedras turquesas: esa es ella. A los veinticinco era igual de hermosa, aunque estaba un poco más esbelta. Entraba a las fiestas pisando fuerte: la minifalda apretada a las caderas y la blusa bien ceñida al pecho. Cortaba la respiración de un tajo: el aire se volvía más pesado, más denso, con su presencia. El tiempo ha sido su aliado, hasta en eso tiene suerte: los años le han venido de maravilla y habrá cumplido ya, si la memoria no me es infiel, los treinta, que es justo el periodo en el que las mujeres empiezan a botar la mancha y a perderle el respeto a los pudores, al qué dirán. El espejo, supongo, les habla: aprovecha, mamita, que la cuerda se acaba.

¿Él? La historia es larga. Te la resumo, para hacerte el cuento corto: un piojo pegao, un muerto de hambre, un soplapote sin talento y sin imaginación. Abogado, imagínate, y con una herencia colgada de las costillas que lo hace ver más atractivo de lo que es. Negocios, rentas, inversiones en fondos mutuos y un par de fincas en el extranjero, he oído decir. También es dueño de un yate de cuarenta metros de esloraque, as wespeak, flota libre de impuestos y aranceles en la Marina de Puerto del Rey.

Entonces, durante la época en que la conocí, fumaba hasta en los ascensores: era la clásica second chainsmoker. Por donde pasaba dejaba un reguero de cenizas, un cacharro repleto de colillas y, se entiende, un cojón de corazones rotos. Lo sabía, y eso jugaba en su favor. Al césar lo que es del césar, y a Melanie lo que es de Melanie: la chamaca es brillante, simpática, talentosa y atrevida. O sea: un cóctel molotov. ¿Ya te había dicho que se llamaba Melanie? Bueno, su nombre de pila es Josefa Manuela, pero no sonaba artístico, así que se bautizó Melanie, con todas las letras. De profesión: diseñadora de interiores. Procedencia: nadie sabe. Educación: bachillerato en Parsons, maestría en el Pratt Institute. Medidas: 34-26-34. En resumen: una bestia en lo suyo y en lo ajeno, una promesa de apaga y vámonos. Encima: una dama entre las gentes y una fiera en la cama.

¿Qué que carajo hace aquí cocinándose en este caldero? Lo de siempre: la nostalgia. Los americanos, que tienen palabras y medicamentos para todo le dicen homesickness. Un día se levantó, miró por la ventana de su apartamento en el Soho, envuelta en el humo de su propio tabaco mientras las hormigas desfilaban por el alfeizar, huyendo de la luz pálida, agonizante, del otoño, y añoró con tanta fuerza el olor a frituras y cervezas de la calle Loíza, la humedad que empaña los cristales y las vitrinas de los negocios de ropa, que en tres semanas había renunciado a su trabajo, vendido cuanto poseía, comprado un pasaje de regreso y alquilado un estudio en la Clara Lair.

—Lo más pendejo del mundo es dejar que las cosas se resuelvan solas.

Ese era su mantra: mandaba e iba. Hay que darle esa. La suya no es, ni de lejos, la única historia de ese tipo: desde la distancia el Caribe te convoca con sus cantos de sirena, con sus relámpagos y sus cotorras, y llega un momento preciso en el que, de camino a tu casa, al tomar el metro en la Catorce, mientras observas la multitud que cruza los andenes con sus abrigos oscuros, sin detenerse, te acuerdas de los sonidos de la playa, de las olas lamiendo la arena metida entre tus dedos, de la claridad germinando en el asfalto, del cabrón coquí acunándote después de la borrachera, y la melancolía te coge por el gaznate y eres out. Los olmos cargados de ardillas, en el invierno, pierden su encanto. Eso fue lo que le pasó y que bueno.

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Creo que el encuentro se dio en Don Pablo. O en El Batey. Un martes, quizás un jueves. No lo puedo precisar. Flechazo a primera vista, all the way y sin frenos. Que es otra manera de decir: ataque implacable de feromonas, pupilas dilatadas, la testosterona y el estrógeno bailando tango en el sistema nervioso central, a su antojo. Cruzadas las miradas iniciales: dos chistes, cuatro shots de tequila, José Cuervo por supuesto, una conversación pendeja y, en el pasillo que da a los baños, sin aspirar el hedor a orines y Clorox de las losetas viejas, nos metimos mano. Fue uno de esos besos que se te graban en el paladar, en el cielo de la boca, arriba, y que every now and then, de improviso, regresan, alterando el sabor de tu saliva. El cuerpo tiene sus reglas: lo más sabio es no pelear con sus impulsos.

Lo otro: el carro en la Puntilla, la credenza en el Hotel Casa Blanca, el counter de la cocina, el noviazgo fugaz, vino más tarde. Esa noche, y otras muchas antes de darnos pa’ abajo heavy, caminamos hasta el campo del Morro, subiendo por las escaleras del callejón del Hospital, y allí me abrazó con una ternura que hervía, oteando la luna que se reflejaba sobre la bahía dormida, llena, redonda, voluptuosa. Ver aquel disco perfecto elevándose en el firmamento, en pleno verano, me calentó la sangre. Ya te digo: el instinto no necesita un manual de instrucciones.

Omito los detalles del romance, soy un caballero. Nos quisimos, saltamos a una hoguera, y la pasión nos calcinó. Con el transcurso de los meses, el fuego se apagó y no quedaron ni las piedras calientes. Desde luego, ayuda mucho que aparezca un mamón como ese que ves sentado con la chaqueta sport, un jevo que hace crossfit y que le promete villas y castillas, y que le manda arreglos florales de Zuazo y le regala vouchers de masajes y faciales en la avenida Ashford.  Cuando te dejan de querer, si no eres un iluso enajenado, lo sabes. O al menos, lo intuyes. Te vas dando cuenta de a poco. Escasean, de repente, los mensajes, olvidan las fechas importantes, se van de juerga con las amigas sin avisar, cualquier excusa es oportuna para echarte insecticida. El problema era, lo admito, que yo era un iluso enajenado, o un enajenado iluso, el orden es irrelevante si el resultado es idéntico: enamorado hasta la sota de bastos. Pero hay un punto en el que, aunque te niegues a ver la miserable, cruda realidad, es imposible no rendirse a la evidencia. Ese fue mi caso.

Cierta tarde, en el parking de Plaza Carolina, vi su Mini Cooper estacionado en una esquina.  Me acerqué para ponerle una notita en el parabrisas y, bingo, me la encontré con el fulano, ese escorbejo que ves allí con la camisa Lacoste y la copa de vino, Malbec sin duda, porque la Sutana tiene debilidad por el Malbec, que le estaba cambiando el aceite y chequeándole el tanque de gasolina, in situ, y solo ahí empecé a pensar que no me quería y, claro, en ese mismo instante di shutdown y algo en mis entrañas hizo click, y los recuerdos adquirieron otro color, otra perspectiva, otro cariz. Despinta una fotografía con lejía y verás lo que se siente. Te pasan la película al revés, sin anestesia, y es, vamos a decirlo, duro, porque la historia que te habías hecho y que te parecía bella, conmovedora, única, se revela como una farsa, un baile de máscaras, una cogía de soquete.

Fui, lo confieso, feliz, y he tratado de sobrellevar el desamor guardando las distancias, resignado a que esa música que nace del contacto tibio con la piel deseada se desvanezca a su ritmo,dejando en la memoria un eco lejano de la plenitud tocada por las manos, un aroma vivo de leche y arándanos. Al romper fue calculadora, fría: se terminó, ya yo ya. Así: ni una palabra más. Quise pedirle una explicación, rogarle que me diera una oportunidad. Enseguida comprendí que era malgastar mis escasas energías. Bajé la cabeza, me mordí las lágrimas, agarré mis bártulos e hice lo que un hombre sensato hubiese hecho: cogí para Lips y me jarté de psicotrópicos.

Coincidíamos, muy rara vez, en la fila del café, ambos cordiales y cariñosos, aunque la herida seguía en su lugar, supurante, oculta. Supe que se había comprometido y que adquirieron una propiedad juntos. Tragué hondo: capeando, entero y en una pieza, la tempestad de la tristeza y de los celos, que es como un huracán categoría cinco al que le meten una enema de esteroides. Es en serio, pensé. Y en una ocasión, mira tú, de la nada, nos topamos en este restaurante que les fascina. Los meseros me dieron la información: tienen reservada la mesa siete los sábados. Un consejo de amigo: hazte pana fuerte de las secretarias, de los guardias de seguridad y de los camareros. Las primeras te protegen de los jefes, los segundos le echan el ojo a las chillas y los terceros, propina de por medio, se ocupan de mantenerte a raya el apetito. Ese es el personal que pica el bacalao: aquí y en Marte. Así que un weekend sí y otro no me tiro las telas, desempolvo la peluca, altero el disfraz, y vengo a Trois Cent Onze del brazo de una hembra completa, detonante, blonda por lo general, con los bembes carnosos pintados de naranja, para comprobar que se hallan en la cúspide de la buena fortuna: cordero asado en su plato; escargots y foie gras de pato con pan brioche en el suyo. ¿Pero tú no lees las reseñas de Paco Villon en el periódico? Los escargots son caracoles, colega: a ella lo que le gusta es chupar caracoles. A ver si nos entendemos: los pobres chupan jueyes en las villas pesqueras, y ella chupa caracoles con diez cubiertos, en la loza. ¿Te hago el dibujo en la servilleta? Eso es para que entiendas las reglas del juego, macho: chupa lo mismo el esmayao en su miseria que el rico en su opulencia, chupan el político y el cura, el viejo en su camilla, la rata en la alcantarilla y el niño en su cuna. Y si no chupas, te chupan: a eso se reduce la ley de la selva. 

La verdad es que apenas presto atención a su entorno. Vengo por otros motivos. La comida es exquisita, por ejemplo. Y cada jornada que pasa alcanzo a distinguir que la magia que los unía se ha ido deteriorando. El nicho que se habían construido con esmero no aguantó el viento de la tormenta. El barco les está haciendo agua. Por eso sigo cruzando el umbral de la puerta a las ocho y cuarto, y pido la lista de tintos, y la ensalada de cangrejo y mango, y examino ensimismado los adornos árabes y las columnas con azulejos, y en mi fuero interno, apartando la vista, sonrío discreto, distante, mientras él discute indiferente, hastiado, y ella sale a toda prisa del local, llorando, quizás para corroborar que aquello que se confunde con su sombra en los adoquines atravesados por la llovizna es el fantasma del fracaso y el miedo a la soledad, y que soy el único ser en la tierra que está contemplando, en silencio, en completa calma, sin remordimientos, ese naufragio dulce, lento, que la empuja hacia abajo, hacia al fondo, hacia ninguna parte.

Apuro el tempranillo de la casa porque regresará a su silla y continuarán los reproches. Lo que sigue lo he vivido, prefiero saltarme los papelones, las escenas melodramáticas a las que todos los despechados tenemos derecho. Además, la chamaca que ves aquí, la rubia de farmacia esta que casi te saca un ojo con una teta, me cuesta la mitad del salario. Así que voy a lo que vine: a quemar petróleo. Un clavo no saca otro clavo, pero ayuda. Apunta, mijo, que la sabiduría no la venden en la ferretería.

La emoción, sin embargo, me traiciona y, si tuviera el chance, le diría que no desespere, que respire hondo, que haga ejercicios y yoga, que lo intente con la meditación y el té de tila, que la vida le enseñará, como a mí, que hay amores que traen, en el reverso, la fecha de expiración, y que los placeres más intensos surgen cuando menos los esperas.

 
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