Marranadas, un cuento de Lolita Copacabana

Los editores no sabemos si ‘desear’ sea un verbo demasiado activo para L.L, pero es cierto que una presencia (o tal vez lo contrario, una ausencia) asedia la maravillosa pereza que se nos narra aquí y amenaza esa fantasía de un receso perfecto, de una paz realmente inoperante. Cuando leímos el texto por primera vez, los editores nos imaginamos que “Marranadas” sería lo que le pasaría a la primera escena de La ciénaga de Lucrecia Martel si Miranda July hubiera escrito el guión.
— Los editores

Lola Copacabana (1980, Buenos Aires) es escritora, traductora y editora. Es autora de Buena leche. Diario de una joven (no tan) formal, relatos a partir de su blog JustLola (2005) y de la novela Aleksandr Solzhenitsyn. Crimen y castigo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (2015 en Baires y 2018 en España). En el 2017, formó parte de Bogotá39-2017, una selección de los mejores 39 escritores menores de 39 años curada por el Hay Festival.

L.L. no simpatiza con sus suegros, en particular con esa tosca necesidad de la madre de él de estar siempre esnobeándolo todo. Un rasgo de carácter tan poco sutil, L.L. está convencida de que a esas cosas hay que llevarlas al extremo pero en un marco circunscripto, caso contrario el peligro de dar la vuelta a una esquina y encontrarse con que la vida o uno mismo ha terminado por devenir algo francamente intolerable. L.L. no tiene dudas de esto: hay que elegir. A la vez debe reconocer que su suegra tiene buen gusto, y que en este preciso instante, con los padres de su marido de viaje y ellos instalados en la casa de campo, tiene pocos reproches concretos que hacerle a su señora suegra. Las peligrosas curvas resaltadas por una bikini color crema que hace juego con los almohadones de la reposera al sol, el ruido lejano de los niños jugando, el recuerdo del delicioso desayuno aún fresco en sus papilas gustativas, L.L. se pregunta incluso si no habrá pecado de desagradecida en el pasado. Es cierto que los padres de J.L. ayudan poco, pero no menos es cierto que le exigen a ella en la misma medida.

L.L. toma un trago de limonada con menta y jengibre y se estira hacia atrás con los brazos extendidos en un retardado saludo al sol que, arisco, parece decidido a esconderse detrás del frente de nubes negras que amaneció en el cielo. L.L., por su parte, está resuelta a aprovechar cada uno de los rayos que pueda escurrirle al otoño. Y está resuelta a interpretar al viento fresco que sopla cada vez más insistente como la máxima manifestación de la alerta meteorológica a la que hizo oídos sordos en el periódico que aún reciben sus suegros. Tal vez caiga un poco de granizo a la noche, piensa L.L.

A pocos metros su marido, recién llegado de un viaje de trabajo de dos semanas en Milán, no se mosquea frente al espectáculo de mantis religiosa enfundada en estratégicas y diminutas prendas. Su marido, de hecho, permanece con la vista fija en el libro que sostiene y se rasca la nariz en una actitud, L.L. se lo ha señalado, francamente poco atractiva. L.L. suspira y se lleva el vaso con hielos a la frente con la esperanza de espantar al dolor de cabeza que presiente.

Los niños gritan en el jacuzzi a cielo abierto de su suegra, que ha devenido guardería. Ayer a la noche, Alba durmió menos de seis horas y, cuando a las tres de la mañana finalmente logró conciliar el sueño, Félix, el cochinillo del medio, ha demandado primero agua, luego paseo por el baño, para alegar a la postre un dolor de estómago que lo llevara a conseguir que su madre, agotada, le permitiera dormir las horas restantes en la cama grande. No ha habido, pues, más remedio que llamar a una niñera de emergencia para este día de domingo. Hay veces en que simplemente no existe otra alternativa. O es que debería, en realidad, estar ocupándose de eso su suegra, se pregunta intrigada L.L. Hay suegras que, en lugar de escapadas de última hora a la Costa Amalfitana, planean con tiempo y con amor largas vacaciones con sus nietos en Disneylandia. Qué será, se pregunta ahora L.L., lo que estas dedicadas suegras pedirán a cambio.

Absorta en disquisiciones de este calibre, pero también tentada de tomar su dispositivo electrónico para calcular las horas de caminata que podrían terminar de liquidar los efectos de la ingesta de una piña colada en su organismo, idealmente para esta misma noche, L.L. se sobresalta por el súbito contacto de una pequeña mano húmeda, congelada y pegajosa, sobre su antebrazo derecho. Sin necesidad de abrir los ojos reconoce el contacto de Hilario, que por alguna causa parece haberse logrado escurrir de las redes de su niñera y ahora le demanda atención, seguramente necesitado de una siesta de media mañana. L.L. dirige una mirada de indiscutible reproche a la nana, que detiene un instante el chapoteo con el que entretiene a sus otros dos hijos y aguarda una señal corporal, que L.L. se resigna a emitir, de que todo se encuentra bien. 

Con esfuerzo y algo de desagrado ante la confirmación del estado casi siempre no inmaculado de los deambuladores, L.L. alza a su hijo menor, de un año y medio, para envolverlo en una toalla y acomodarlo en la reposera. El niño trae un pequeño vaso lleno de caracoles de plástico y pronto se entretiene colocándolos sobre el tronco descubierto de su madre, que cierra los ojos con resignación y se somete al precario juego clasificatorio. Último de la manada, acostumbrado a contentarse con migajas, Hilario es un niño taciturno y tranquilo, que sabe entretenerse solo desde los primeros meses de vida. L.L., que por su parte es único retoño de un matrimonio breve, finiquitado por la muerte prematura de su madre, había imaginado que la experiencia de la maternidad tendría más que ver con las bajas expectativas y demandas de este, su tercer hijo, que con las brutales exigencias e insaciables caprichos de Alba y de Félix, sus dos primeros vástagos.

Si Félix ha resultado un niño en extremo inquieto y nervioso, capaz de asustarla con sus inmotivados ataques de violencia, al menos la encontró preparada después del vehemente reality check que había significado el nacimiento de Alba. Casi insoportablemente hermosa e igualmente delicada, su primogénita había requerido—por sus inestables estados de salud pero también por su impetuoso temperamento—constantes y muy atentos cuidados desde el día mismo de su nacimiento. Alérgica a casi todo, tímida hasta el mutismo, y aún así presa de infinitos halagos desde la sala de partos, Alba era incapaz de alertar siquiera sobre sus estados de hambre, lo que mantuvo en vela a L.L. y J.L. durante los primeros dos años de su vida, siempre atentos y vigilantes a sus misteriosas necesidades y los potenciales peligros que pudieran llegar a recaer sobre esa pequeña majestad de hielo que los miraba acusadora desde el moisés y más tarde desde la cabecera de la mesa, montada en su sillita alta. 

Félix, de hecho, fue un niño buscado por consejo de un psicólogo de moda, que tras cinco consultas en los que les cobró una pequeña fortuna, aseguró a L.L. y J.L. que lo que la niña necesitaba era un ambiente desdramatizado y carente de presión. Un año y medio más tarde del nacimiento de su hermano, Hilario, en cambio, fue producto del descuido y la falta de planeamiento, concebido fuera de cálculo, aceptado con la convicción de que donde comen dos bien pueden comer tres, de que sería último de la lechigada y de que, de todos modos, en el asiento trasero de la RVtodavía habría espacio de sobra.

Ahora, con un nuevo trago de limonada en la boca, L.L. siente a su hijo menor jugar, como lo han hecho sus predecesores, con la fina cadena de oro que rodea su cuello hace casi diez años, un regalo de su marido que es talismán de la pareja, o así lo siente L.L., desde el principio de su noviazgo. A diferencia de sus hermanos, Hilario no tironea sino que acaricia tierno para inspeccionar el accesorio y se las ingenia, con sus manos torpes y regordetas, para hacerlo a un lado con deferencia y continuar decorando con sus pringosos caracoles de artificio el pecho de su madre convertido en mostrador. L.L. mira de reojo a su marido, que en ese momento se acomoda sobre su reposera para calzarse los anteojos y mirar en dirección a sus otros dos hijos y rascarse la cabeza, como si dudase por un momento entre refugiarse en las hojas de su best-seller policial o dignarse a jugar un rato con ellos. 

J.L. cruza miradas con su mujer y, tras una milimétrica mueca de resignación, se decide por la segunda opción. L.L. lo mira alejarse y dirigirse hacia la pileta infantil en donde sus niños mayores lo reciben con exclamaciones de júbilo y exageradas piruetas. En lugar de resentirse, como otras veces, L.L. siente una leve hinchazón en el pecho y piensa que son esos los detalles por los que la decisión de contraer matrimonio con su marido quizás no haya sido únicamente a pérdida. Huraño, siempre ocupado, pero en última instancia un hombre responsable con el que se puede contar. Después de ocho años de matrimonio, L.L. empieza a acostumbrarse a lo que ya le resulta esperable: raptos de cariño después de horas de pensar en distintas formas de herirlo, súbitos impulsos de darle con una botella en la cabeza después de esperar ansiosa su llegada a casa durante toda la tarde.

El viento azota cada vez más fuerte y L.L. estruja contra sí al pequeño en sus brazos. El niño se deja mimar y juega, silencioso, con una hebilla de pelo que su madre le ha entregado a tal fin. Se la lleva a la boca, quiere meterla en la boca de L.L. que, distraída, buscando señales inciertas en el cielo, se lo permite. Los sauces, que al principio de la mañana enmarcaban la vista desde la pileta como prolijos flequillos engominados, se mueven ahora como melenas de tentáculos cargadas de errática violencia. L.L. hecha un vistazo a las empleadas domésticas que, si bien calmas y silenciosas, levantan ahora apresuradas la mesa y llevan las sillas de la galería a una puerta hacia el interior del quincho. Fija la vista acto seguido en la pileta infantil, y ve a sus hijos mayores y a la niñera absortos en algún tipo de relato proveniente de su marido, que utiliza dos muñecos de superhéroes de Marvel para dramatizar una historia al borde del jacuzzi, ajenos al viento, a la falta de sol, a la piel de gallina y a los labios violetas. 

La sombrilla del balcón de una habitación del piso superior de la casa cae a la galería y su hijo menor, en brazos, emite un pequeño quejido, sacudido por el estruendo del impacto. L.L. hace una seña en respuesta a una de las empleadas, que de inmediato pone manos a la obra y la retira del jardín. El sol termina de esconderse tras las nubes. L.L. permanece quieta junto al pequeño, haciendo caso omiso de un gritito caprichoso de su primogénita, con la mente vuelta hacia otra de las comunicaciones sobre cambio climático y fin de mundo de su padre: la que le ha tocado ignorar esta mañana. Acaricia ausente los rulos mojados del deambulador y le besa la frente mientras mira a su hija mayor forcejear con malicia con Félix, que le levanta la mano a la niñera cuando esta amaga a interceder. Su marido, desde este ángulo decididamente panzón y con cara de mal descansado, toma su hijo del brazo con una firmeza no carente de cariño y en segundos desarma con pericia el inicio de conflicto. Con el peinado indómito L.L.se refugia del viento tras los bucles dorados de su cochinillo, que va entrando en el sueño, mientras juega un jueguito inofensivo que consiste en fantasear a quién de todos ellos, si vista en la situación de tener que elegir, decidiría, en caso de catástrofe, socorrer primero.