DEL HUERTO UNA CICATRIZ, un cuento de Lorena Franco

En ‘Del huerto una cicatriz’, una mujer sufre de un dolencia tan mala que la atormenta y, ante esta, la narradora, la asistente de un otorrinolaringólogo, se descubre incapaz de ofrecer alivio, solaz, o acompañamiento alguno. Las herramientas que tiene a la mano se revelan excesivamente burocráticas: buscan medir, comparar, categorizar el sufrimiento. Y ante el dolor verdadero, toda medición se revela falaz. Después de todo, en palabras de la doliente, “¿Y qué es la tolerancia, sino la resistencia a la continua exposición?”

Uno quiere preguntarle, preguntarse, ¿por qué recordar, insistir en el dolor? Pero cualquier respuesta es mera especulación. Lo que sí sabemos, sin duda, es que la amarilis es la clave, el índice.
— Los editores

Lorena Franco (Carolina, 1994) posee maestrías en economía y en escritura creativa. Escribe columnas para El Nuevo Día y colabora en espacios políticos, artísticos y culturales. Actualmente termina su primera colección de cuentos.


 

DEL HUERTO UNA CICATRIZ

 

Vi a la Señora por primera vez en temporada de alergias, un día en que la sala del Dr. Reynoso estaba abarrotada de pacientes con tos y congestión nasal. Era la época favorita de todo otorrinolaringólogo.  Yo llevaba unas semanas trabajando en la oficina y mis tareas eran sencillas:  tomar los vitales, esterilizar los utensilios y ayudar a la recepcionista, Glenda, con los expedientes. En ese entonces, la recepción todavía estaba decorada de los cuadros que el doctor heredó de su madre cuando comenzó la práctica, los mismos que luego se vio forzado a vender cuando la crisis empeoró. Aquella primera vez la Señora le hablaba a Glenda. Yo justo regresaba a mi rutina de archivar expedientes después de un almuerzo ligero, pero  me llamó la atención la manera en que la mujer se apretaba la oreja, un índice en el oído y otro al final de la cien moviéndose en círculos como queriendo hacer un agujero. La Señora tenía el rostro demacrado, pero no por eso dejaba de tener algo de guapura. Me acordó a las ganadoras de concursos de belleza luego de que la vida les corriera por encima. No escuché el intercambio inicial, pero sí capté cuando Glenda apuntó su nombre en la lista de espera, a pesar de que el doctor nos repitió mil veces que esa semana no aceptaría pacientes sin cita. "Ni porque se estuvieran muriendo", dijo Reynoso. Supuse que aquella señora era conocida de la recepcionista y que le hacía el favor de colarla, pero, luego de pensarlo, me dije que era improbable. Glenda no era capaz de irse por encima de la palabra del doctor. Jamás.

Como los asientos estaban ocupados, la Señora encontró una esquina y se sentó en el piso, su espalda contra la pared, su cara entre las rodillas. Cada cierto tiempo contraía los músculos de los hombros y el rostro. A veces soltaba unos quejidos, que sonaban iguales al perro aquel que el vecino atropelló frente a casa y estuvo la tarde muriendo a aullidos. Desde la recepción, miré a la sala pensando que alguien más estaría incómodo, pero nadie le prestaba atención. Por más que la señora se quejara, ningún par de ojos se despegó de las pantallas.  Era solo a mí que me atribulaba y casi que hasta me dolía.      

Glenda me entregó el expediente de la Señora.      

—Llévala al tercer cuarto y quédate con ella hasta que el doctor la atienda.      

Pensé que bromeaba, tantas otras personas antes que ella—con cita por supuesto— y Glenda quería pasarla. A mí que nunca me habían dejado sola con un paciente. Eso, de seguro, era para echarme la culpa en caso de que uno de los pacientes se enojara.

—Esta grave con dolor de oído—, dijo al notar que no me movía —y un paciente llamó ahorita para cancelar así que solo tomaría su espacio. Nadie se tiene que enterar—, añadió y me miró buscando complicidad.

Asentí, tomando el archivo y dirigiéndome hacia la puerta. El moho del gozne anunció mi presencia. Al otro lado, la Señora incorporaba su cabeza y nuestros ojos se encontraron de una. Bastó un intercambio de miradas para que la Señora supiera era a ella a quien llamaría.

En cuanto la Señora tomó asiento en la silla de examinación, procedí a tomarle los vitales. Bajo el vigor del foco, las líneas en la comisura de sus ojos y su frente revelaron ser más hondas y alargadas, su mirada más exhausta. Tenía el pelo cobrizo y le llegaba hasta los hombros, con      algunas canas disimuladas entre risos. Pensé que la Señora tendría unos cincuenta años. Su expediente me contradijo. Tenía mucho menos. 

—¿Qué la trae de visita?—, pregunté, desplegando mi mirada silenciosa sobre ella.

—El oído izquierdo. Llevo varios días con un dolor asfixiante.—, susurró. Sus labios no parecían tener color, pero tenía una voz que a pesar de todo agarraba. —¿Le duele la garganta? ¿Tiene congestión? — La Señora negó con la cabeza.  —¿Dónde exactamente le duele el oído? 

—Adentro, en el centro. Es como una infección, pero como si tuviera, no sé, garras y las enterrara atrás del cuajo, en la frente, en la nuca. Cualquier viento fuerte que pasa me molesta. Además, lo tengo tapado y escucho poco de ese lado,— sonaba desesperada.

—¿Del uno al diez, cuánto diría que le molesta el oído en estos momentos?—, pregunté, tras el protocolo.

Hasta ese entonces, la Señora había permanecido mirando hacia un punto equis en la pared, pero tan pronto le hice la pregunta, giró su mirada a donde mí, aún apretándose el oído, y me miró como si le hubiese hecho la pregunta más zángana que hubiese escuchado en su vida.

—No sé, no puedo reducir el dolor a una mera cifra.

Ya no sabía dónde en el documento estaba escribiendo. Pero tenía razón lo que decía. El dolor no cabe en un número discreto, no es objetivo. Ninguno es igual a otro y cada quien lo siente distinto. Recordé a mi madre hablar sobre lo que conlleva convertirse en experto en algún campo. Decía que, como mínimo, la persona debería dedicar diez mil horas a la práctica en adición a los cursos y exámenes que algunas técnicas requieren. No conocía a la Señora, pero daba la impresión de que tenía experiencia en el dolor.

—¿Ha tomado medicamentos?

—Sí, pero ni los remedios caseros ni los jarabes de la farmacia han hecho efecto. Y el malestar empeora todos los días. Hace dos noches me retorcía en la cama como una embarazada en contracciones. Fue el peor dolor que he sentido. Era como un terremoto, con epicentro y réplicas que se esparcían por la nuca y la cabeza.

No era la primera vez que un paciente me decía que tenían el peor dolor de su vida. A veces les creía, pero casi siempre dudaba, no porque quisiera, sino porque el dolor no se inmortaliza en la memoria como creen los pacientes. Es lo más reciente lo que tendemos a recordar con mayor lucidez.

—¿Cuáles han sido los dolores más graves que ha sentido?—, pregunté, sin querer hacerlo. Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera censurarlas. Era una pregunta inapropiada, una que no debí haber hecho, una que podía dejarme sin pagar la renta a final del mes. Ambas guardamos silencio. Sus ojos se achicaron y frunció su ceño, revelando más pliegues de los que había visto al principio.

—No creo tener una respuesta—, contestó al fin. —El otro día pensaba en que el sufrimiento tiene capas y unas requieren más tolerancia que otras. ¿Y qué es la tolerancia, sino la resistencia a la continua exposición?

La Señora pausó para apretarse el oído. Supuse que el corrientazo que sintió fue descomunal porque las venas de su frente se brotaron como serpientes pequeñas. Me acordó a una foto de mi madre dándome a luz, con el rostro sudoroso y agonizado. Casi llamo a la otra enfermera, pero instantes después, dejó de padecer y se recompuso. Siguió hablando, como si nada la hubiera interrumpido.

—Alguna vez escuché a alguien decir que el dolor es alevoso porque te hace creer que tienes la capacidad para soportarlo cuando en realidad agota cada onza de las fuerzas que te quedan. Por eso, los peores dolores son imposibles de apalabrar.

La Señora bajó la mirada escondiendo sus pómulos enrojecidos, como si su monólogo le hubiera causado vergüenza. Yo le evité la mirada.

El pestillo de la puerta se escuchó girar y entró el doctor disculpándose por la tardanza. Yo me hice a un lado dejando que el doctor se acomodara frente a la Señora. El clic del bolígrafo sonó varias veces antes del doctor preguntar la razón por su visita. La Señora se limitó a un par de oraciones sobre lo que le ocurría, mientras que el doctor, desde su taburete redondo, sacó su otoscopio para examinar el oído. Con una mano movía el instrumento, su ojo siguiendo el lente, y con la otra, haló la oreja hacia arriba. Solo se escuchaba la bata del médico moviéndose y uno de nuestros corazones latiendo más fuerte que el resto.

—Con razón está tapado, usted tiene el tímpano lleno de pus, — dijo al apartar su cabeza del otoscopio. —Voy a recetarle unos antibióticos y en cinco días debe estar mejor.

No sé explicar qué me entró, pero interrumpí casi inmediatamente.

—¿Cinco días? Pero doctor, ella necesita algo más inmediato—, dije.

Mi labio superior acumuló el sudor que expedí tan pronto me di cuenta lo que acababa de hacer. El cuarto pareció achicarse. Hasta aquí llegué, pensé. El doctor me miró confundido mientras balanceaba el bolígrafo de lado a lado entre el pulgar y el índice. Luego, con detenida sutileza, el doctor caminó hacia la ventana y miró hacia la ristra de palmas dejando soltar un suspiro que resonó en el cuarto.

—Bueno, hay otra aproximación, una que hará que el dolor se le alivié enseguida. —Su mirada se mantuvo fija en las palmas. El blanco de su bata contrastaba con el ramaje de la primavera. —Tendría que reventar el tímpano con una aguja para que el pus pueda drenar. Ahora bien, no hay anestesia que pueda administrar y duele bastante. Va a sentirse mejor tan pronto salga por la puerta, pero ya sabe, tendrá que ser a sangre fría.

Si hubiera estado en su lugar me hubiera despedido ahí mismo. Pero la Señora respondió un sí firme. Sin perder tiempo, acomodé la bandeja con los utensilios, los algodones y un par de guantes nuevos. La aguja que me indicó el doctor medía siete pulgadas de largo y era del grosor de un chopstick

Cualquier otra enfermera hubiera sabido donde colocarse para no entrometer en los preparativos del procedimiento, pero yo me sentía como intrusa. Al final me puse detrás del foco quirúrgico. Aquello alumbraba el perfil izquierdo de la paciente con tal potencia que casi podía distinguir la vena palatina externa y el nervio hipogloso que conducía al oído, inflamado, rojizo. El doctor volvió a tomar asiento en el taburete haciendo que las ruedas mohosas rechinaran en la sala.

—No estás tarde para arrepentirte—, le dijo.

La señora movió la cabeza asintiendo. En su mirada no había miedo, sino restos de la humilde valentía que la había acompañado hasta ese momento. El otorrinolaringólogo estiró el oído hacia arriba con la mano izquierda y sujetó la aguja con la derecha, examinando el oído una última vez antes de iniciar.

—Voy a contar hasta tres—, advirtió. —Inhala en los primeros dos y exhala a lo último.

La señora afirmó estar preparada con un pestañeo.

Uno. El escarpelo descendió en el oído hasta aproximarse al tímpano. Dos. La punta del metal aterrizó en el tímpano y la blusa de la Señora se expandió al ritmo de un trio de corazones palpitando a destiempo. Tres. El pinchazo. Los labios de la Señora se volvieron pálidos, ahorcó los brazos de la silla con tanta fuerza que, de tanto apretar, sus dedos perdían color alrededor de las uñas. Pensé que el procedimiento había acabado, pero el doctor enfocó sus bifocales y volvió a introducir el instrumento. Tres. La Señora no esperaba el contacto del metal de nuevo. Esta vez sus ojos se apretaron, su frente destellaba sudor como fruto de la tortura. Recordé lo que me decía abuela cuando era pequeña: el primer tajo no es el que duele, sino los que vienen después, los que tajan sobre la herida hasta dejar una cicatriz.

El doctor agarró una pinza y se acercó al oído una vez más. De la densidad de un líquido olivo, transparente y rojo salió la pinza sosteniendo un tallo verde que, al encontrarse con la luz de la lampara, brotó pétalos con delicada gracia. Mientras sus bordes iban encorvándose, el pistilo color rubí emergió del centro contrastando con las hojas níveas. Florecido, el tallo se desprendió sin que el doctor lo forzara. La Señora abrió los ojos para encontrarse con la flor. Era una amarilis, lo supe porque abuela las tenía en el patio y de pequeña me gustaba arrancar un matojo y olerlas. Bajo el foco, los pétalos brillaban como si estuvieran forrados de diamantes. Ni el doctor ni yo dijimos nada. Permanecimos estremecidos hasta mucho después de que la Señora se marchara por la puerta con la flor en la mano.

La fotografía es de Max Murauer, a través de Unsplash.