el desorden de la luz, un cuento de mariana amato
Mariana Amato nació en Buenos Aires y reside en Nueva York, donde trabaja como docente. Es Licenciada en Letras (UBA) y Doctora en Literatura Latinoamericana (NYU). Reseñas, traducciones y ensayos suyos aparecieron en medios como Las Ranas, Espacio Murena, Bazar Americano, y Página 12. El cuento aquí publicado pertenece a la colección El desorden de la luz, publicada en 2021 por Paradiso Libros.
El desorden de la luz
La gente cree que los ciegos ven todo negro; yo también lo creí alguna vez. O que no ven nada de nada: ninguna forma, luz o color. Como si la ceguera fuera un teatro en que las luces se apagan sorpresivamente en mitad de la función. Para mí en cambio las formas se fueron perdiendo lentamente adentro de las luces, hasta que sólo quedó un mundo borroneado de manchas y sombras como la ventana de un tren avanzando en la lluvia. Incluso ahora, con los ojos sellados por dos parches, la negrura no es más que un silbido lejano. Acostada en esta cama de hospital, envuelta en muchas capas de silencio, mis ojos cerrados a la fuerza son dos pantallas en las que se proyectan los recuerdos.
De niña me asustaba la oscuridad. Mamá o la abuela nos llevaban a la cama, las tres hermanas en el mismo cuarto siempre frío donde el viento contaba historias en una lengua extranjera. No era una lengua como la de la abuela Livshe, que sonaba a cucharas revolviendo el té, a ventanas con cortinas mirando a una ciudad más antigua que el agua. Era la lengua áspera de las piedras dejándose gastar por el tiempo, de los paisajes desolados rechazando en silencio la tibieza lenta de los seres que respiran. Mamá o la abuela nos hacían ponernos los camisones y meternos en la cama, nos daban un beso a cada una, y sin más trámite apagaban la luz. Durante los primeros minutos en las sombras, yo sabía que Amelia y Felisa todavía estaban despiertas, y a veces les hablaba para arroparme con su presencia invisible. Nos reíamos bajito diciendo pavadas, pero yo sabía que era inútil. Ninguna risa impediría que ellas se durmieran en seguida, puntuales como un juguete sin cuerda. Entonces me quedaría sola flotando en el mar espeso de la noche, donde vivían las criaturas salvajes de mi alma. Ellas me mirarían obstinadas y un poco desdeñosas desde su rincón, mientras las bocas hambrientas de la sombra me devorarían en mordiscos pequeños. Todavía hoy soy siempre la última en dormirme, como si la intemperie me diera cita cada noche.
Mi abuela Livshe era muy supersticiosa. Aunque papá y mamá simulaban escepticismo, silenciosamente todos en casa vivíamos el orden de la abuela. Si un cuchillo se caía al piso, anunciaba la visita de un hombre; si se caía un tenedor, la de una mujer. Si se usaba una vela para encender un cigarrillo, un marinero moría. Si dos personas se saludaban a través de un umbral, pronto se separarían para siempre. Si una persona soltera se sentaba en la cabecera de la mesa, no se casaría por siete años. Si alguien se despertaba en medio de una noche de luna llena, pronto tendría un hijo o una hija. Si alguien soñaba con pájaros, haría un viaje. Si dos personas hablaban al mismo tiempo, traían un mensaje divino.
Éstos eran algunos de los preceptos que organizaban el cosmos familiar regido por mi abuela. Había otra capa de ese universo sobre la que nada sabíamos; sólo Livshe conocía sus reglas. A ese bolsillo oscuro pertenecía la salud de la familia, de la que la abuela se consideraba guardiana. Una de sus rutinas consistía en frotarme los ojos con huevos para que tuviera buena vista. Me llamaba desde la cocina, que era su reino, y yo comparecía como quien se asoma a un espejismo en el agua: fascinada a pesar de mi incredulidad. Entonces Livshe tomaba de la mesada dos de los huevos que mi madre había comprado esa mañana. Traía uno en cada mano, con la delicadeza con que se lleva a un recién nacido, sus manos tan ligeras que parecían hechas de tul. Se sentaba junto a la mesa sobre la que flotaban desteñidas las flores del mantel, me indicaba que me parara frente a ella, me pedía que cerrara los ojos, y entonces yo sentía la caricia convexa de cada huevo sobre mis párpados. Ni áspera ni suave, ni fría ni tibia, la cáscara latía casi imperceptiblemente sobre mi piel su enigma de miniatura llena de vida.
Mi casa era tan bulliciosa que yo apenas conocía el color de mis pensamientos. Éramos tres hermanas y un hermano, papá, mamá y la abuela, pero además siempre había tres o cuatro inquilinos conviviendo con nosotros en la casa chorizo. Antenor Varela fue uno de los que se quedó más tiempo; habrán sido nueve o diez años. Sin embargo, fue el que menos conocimos. No solía desayunar o cenar con nosotros, y en los pocos momentos en que se cruzaba con alguien de la casa era amable pero muy reservado. A mí me atraían su misterio y sus ojos tristes, la única expresión de su rostro que la barba no ocultaba. Trabajaba como vendedor en una juguetería del centro, pero lo que más le interesaba era escribir. Había publicado algunos poemas, y ahora terminaba el que esperaba sería su primer libro de cuentos. Todo esto lo sabíamos porque mi papá, que le alquilaba la pieza, lo había sometido al interrogatorio exhaustivo con que usualmente seleccionaba a sus inquilinos. En esa situación Antenor se había visto forzado a revelar esos y otros detalles de su vida, pero en cualquier otra circunstancia apenas hablaba, al menos con quienes vivíamos en la casa. Salía temprano a la mañana y, cuando volvía, generalmente ya entrada la noche, cruzaba silencioso el pasillo y se encerraba en su cuarto hasta el día siguiente. Yo siempre lo imaginaba jugando solo, en el silencio de su habitación, con unos soldaditos de plomo iguales a los que vendía en la juguetería.
Un sábado a la tarde, cuando apenas empezaba a oscurecer, yo volvía de un picnic que habíamos organizado con unas amigas del colegio. No solía caminar por esa calle arbolada en la que el canto de los pájaros resonaba más triste y cercano, como si la cuadra misma fuera una jaula. Mis pasos apenas se oían esa cajita musical anochecida por las ramas de los árboles. Parecía que yo era la única persona ahí, hasta que en la vereda de enfrente vi a dos hombres apenas disimulados contra el umbral de una casa. Por la silueta creí adivinar que uno de ellos era Antenor, pero mis ojos no lograban enfocarse lo suficiente para confirmarlo. En la penumbra arbolada mi vista jugaba a las escondidas, borroneaba las formas como si las sumergiera en un río turbio. Los dos hombres se fundían en una sola figura temblorosa. Daban la impresión de hablarse mutuamente al oído, de besarse, de frotar sus cuerpos el uno contra el otro. Yo les pedía con urgencia a mis ojos que desempañaran la imagen, que le devolvieran su mapa de líneas a la mancha para que en ella nuevamente yo pudiera percibir la distancia exacta entre los cuerpos, la diferencia entre los rasgos de Antenor y los de otros hombres. Pero la niebla seguía allí, casi dentro de mis ojos, sumergiendo el paisaje en su confusión de luces y colores. Poco tiempo después hice mi primera visita al oftalmólogo. Para ese entonces, mi abuela ya había muerto.
Cuando conocí a Pedro ya usaba anteojos y conocía el sabor de la desilusión amorosa. Pedro era una presencia irrevocable e ingobernable, como el mar. No creía en nada más que en su alegría. Era un hombre de placeres evidentes, de verdades inmediatas: la buena comida, el sol y el aire marino sobre la piel, el amor filial, el dinero. Parecía hecho de puras certezas, aferrado a las superficies, pero su compañía tejía redes invisibles. Redes subterráneas y subcutáneas que yo no noté hasta que se habían vuelto, irreversiblemente, mi hogar. Fue en esa casa hecha del optimismo ciego de Pedro que yo perdí y recuperé la vista.
Al principio parecía que se trataba de una lenta carrera entre manchas y lentes. Por un tiempo los lentes les abrían paso a las formas y relieves en la selva lumínica que mis ojos recibían. Pero de a poco las luces empezaban a desbordar sus límites, crecían como yuyos o enredaderas que invaden y deforman el mesurado ascetismo de un jardín. Entonces me recetaban otros lentes que podaban las luces. Y así sucesivamente, hasta que un día el oftalmólogo me explicó que mis ojos estaban destinados a perder la competencia. Más tarde o más temprano, me aseguró, el resplandor informe dominaría mi visión para siempre. Yo acababa de dar a luz a mi segunda hija.
No pasó mucho tiempo hasta que mi mundo empezó a verse rodeado de aureolas que ningún lente lograba domesticar. Pedro y yo, un poco incrédulos, nos preparábamos para que esos halos tejieran a mi alrededor, como una laboriosa telaraña, un cerco blando de impedimentos. Cuando mi hija menor empezó a caminar y la mayor dejó de usar pañales, yo vivía enredada en un haz de luces. Mis ojos ya no lograban enfocarse lo suficiente para ver sus rostros, ni de lejos ni de cerca. Las oía reírse, balbucear, golpearse, pelearse, toser, caminar con el peso torcido de los niños, y apenas distinguía sus cuerpos como bultos rodando de un lado a otro. Cuando una de ellas lloraba, yo daba unos pasos torpes en la dirección de la que su voz parecía provenir, con los brazos abiertos para que ella supiera venir hacia mí. Limitada en capacidades de las que antes había gozado sin siquiera notarlas, más que ciega ahora me sentía extraviada en mí misma, separada del mundo por el desorden de la luz en mis ojos.
Un día el oftalmólogo nos citó para hablarnos del trasplante. Sólo se habían hecho unos pocos en el mundo, y no siempre salían bien, pero en un caso como el mío, dijo, no había nada que perder. Me dolió que diera por supuesto que mi vista ya estaba perdida. Aunque lo sabía, me gustaba olvidarlo y hacer de cuenta que mi ceguera era temporaria; que un día, tan inesperadamente como me había quedado ciega, volvería a ver con nitidez. La posibilidad del trasplante, sin embargo, no me daba mucha esperanza. Era una solución demasiado experimental, que para funcionar requería un cirujano muy hábil, más la suerte de que mi cuerpo no rechazara un tejido extraño, y lo más difícil: una donación. ¿Dónde íbamos a encontrar un cadáver del que tomar las córneas? Era demasiado improbable que alguien permitiera mutilar a uno de sus difuntos. Por otra parte, la idea de una operación en que se extrajeran mis córneas y me injertaran las de otra persona me parecía una inoportuna encarnación de Frankenstein. ¿A quién se le ocurre curar las heridas con parches de muerto? Me imaginé despertando de la cirugía como un remedo impasible. Mi apariencia sería la de la misma Elsa Goldman que había sido hasta ahora, pero esa cáscara desde entonces encerraría a un ser inerte, como un sombrero olvidado en el banco de una plaza. Un ser nacido del dolor como una flor helada: el trasplante me devolvería la vista a cambio de quitarme la humanidad. Al terminar la consulta Pedro estaba entusiasmado, pero yo tenía más temor a la posibilidad de la operación que a la de quedar ciega para siempre.
Seis meses después apareció una donación. Todos a mi alrededor actuaban como si hubiera llegado el Mesías. Yo no quería recibir el trasplante, pero no me atrevía a pedir que se cancelara. El cirujano tenía otra paciente esperando un injerto de córnea. Dada la improbabilidad de encontrar otra donación en un plazo razonable, decidió distribuir las dos que acababa de recibir entre ella y yo. Si las operaciones funcionaban bien, cada una recuperaría la vista en un solo ojo. Me pidieron que me internara a la mañana siguiente. Esa noche soñé con mi abuela. Una vez más me llamaba a la cocina de la casa de mi infancia, pero ahora su voz parecía venir de un pozo angosto y profundo, como si se hubiera perdido en el lugar más solitario del mundo. Cuando yo llegaba, la encontraba vestida como una enfermera. Sobre la mesada había varias probetas y tubos de ensayo con líquidos coloridos. Ella revolvía el líquido humeante de una olla sobre la hornalla, y cada tanto le echaba un chorrito del contenido de uno de los tubos. Al verme entrar, me pedía que me acostara sobre la mesa, siempre cubierta del mismo mantel de flores gastadas. Yo me acostaba y mi abuela me tomaba una mano entre las suyas. Después me decía bajito al oído que me durmiera, para que ella pudiera quitarme las redes de los ojos. Recién en ese momento yo me daba cuenta de que veía todo granulado, como a través de un tul espeso. Entonces yo me dormía, pero como a veces ocurre en los sueños, veía todo lo que ocurría a partir de ese momento desde fuera de mí, como si me hubiese desdoblado. Mi abuela volvía a revolver el contenido de la olla, y luego con una espumadera sacaba de ella un huevo y lo ponía en un plato. Después volvía a meter la espumadera en la olla y sacaba otro huevo, pero antes de llegar a ponerlo en el plato se le caía y se estrellaba contra el piso. Ella resoplaba y limpiaba, expeditiva, el enchastre, primero con una escoba y una pala, y después con un trapo. Terminada esa interrupción, ponía el huevo que había quedado en la palma de su mano, se acercaba a la mesa, y lo posaba sobre el párpado cerrado de mi ojo izquierdo. En ese momento la cáscara se abría, y un pájaro negro salía volando y se perdía por la ventana. De mi ojo izquierdo comenzaba a salir un líquido oscuro, en lágrimas que lo circundaban como un sol negro. Mi abuela miraba horrorizada. Sacudida por ese horror, me desperté. Me tomó unos minutos entender que había tenido una pesadilla, y la angustia de la que estaba hecha me envolvió por varios días.
Antes de comenzar la operación, el cirujano me explicó cómo iban a ser el procedimiento y el postoperatorio. Yo lo olvidé todo puntualmente, distraída como estaba esperando que hablara de lo único que me interesaba en ese momento: de quién había sido la córnea que me injertarían. Pero él no dijo una palabra al respecto, y yo no me atreví a preguntar. En cambio sí conocí a Sara, la paciente que recibiría la otra córnea. Detrás de mi vista de vidrio esmerilado, tuve la impresión de que una melena de cabello oscuro y enrulado le rodeaba la cabeza como un halo opaco. Claro que tal vez fuera sólo mi imaginación. Por esos días la porción de realidad que mis ojos podían percibir era tan pequeña que mi mente se dedicaba incontrolablemente a extrapolar todo lo demás. Lo que sí supe con certeza es que la voz de Sara temblaba un poco, y creo que la mía también. Tuvimos una breve conversación con silencios más largos de lo común entre las palabras, con varios comienzos que perdían fuerza antes de despegar, con bromas tontas que llenaban el tiempo y el temor de abrir una puerta que nos acercara demasiado para ignorarnos mutuamente después.
Ahora espero con los ojos vendados que la córnea injertada encuentre su lugar en mí, y las heridas de la operación cicatricen. Pedro y mis hijas me visitan en el hospital todos los días. Creo que a las chicas las asusta verme así, los ojos cubiertos con una venda que probablemente apenas disimule heridas y moretones, como si fuera una prisionera a la que acaban de torturar. Me hablan con una timidez distante, como si no estuvieran seguras de que continuara siendo su madre. Yo también dudo. Hace mucho tiempo que no veo sus rostros, que ya no serán los mismos que recuerdo; hace mucho tiempo que la ceguera me ha vuelto más frágil que una niña. No creo que alguna vez logre volver a ser lo que, para bien o para mal, suelen ser las madres durante la infancia de sus hijos e hijas: una brújula en el mar incomprensible del afecto.
Ayer el cirujano me dijo que hasta ahora todo iba muy bien, y que esperaba poder quitarme las vendas muy pronto. Le pregunté por Sara y me respondió con evasivas. Pedro tampoco quería hablar, hasta que le repliqué que, dado su silencio y el del médico, me resultaba evidente que algo malo había pasado, por lo que, llegado este punto, era más cruel dejar que mi imaginación llenara el vacío de explicaciones que decirme la verdad. Entonces Pedro me contó que el trasplante que le habían hecho a Sara no había funcionado, que su organismo había rechazado el injerto. Y en seguida me recordó que Sara tenía un novio, Arnaldo, al que nos habían presentado antes de la operación. Al parecer, no mucho tiempo después de la cirugía, mientras Sara se recuperaba y esperaba que la córnea injertada se asimilara a su cuerpo, ella y Arnaldo habían tenido una pelea. Pedro no conocía el motivo de la disputa, pero sabía que en esa situación Sara había llorado. Y fue por eso, dijo, que en su caso el trasplante había fracasado. Estoy casi segura de que mi marido inventó esa historia para evitar que me preocupara por el destino de mi injerto. Tal vez creyó que me tranquilizaría pensar que yo al menos no me había peleado con nadie, ni había llorado, desde la operación. Yo en cambio, de repente, sentí ganas de llorar a mares, y me pregunté si todas estas semanas habría estado conteniendo las lágrimas sin pensarlo, por temor a arruinar el trasplante.
Por eso en cuanto el cirujano decidió quitarme las vendas para que pudiera abrir los ojos, le pregunté si ya podía llorar. Al principio me miró un poco extrañado, pero después, con una sonrisa apenas insinuada, me respondió que sí. De todos modos, en ese momento no tenía ganas. Estaba demasiado absorta en la exploración de mi vista recobrada en el ojo izquierdo. Con el derecho veía solamente sombras. Ya habría tiempo de llorar; ahora se trataba de descubrir los rostros de los médicos y enfermeras cuyas voces habían acompañado la cirugía, de reencontrarme con formas y colores, con los dibujos de personas y cosas que mi córnea anómala había empañado durante tanto tiempo. Entonces la enfermera hizo pasar a Pedro con nuestras hijas. Estaban nerviosas pero contentas, como si se aproximara la hora de abrir los regalos de Navidad. Habían crecido, y aun así se veían exactamente como yo las recordaba. Excepto que Delia, la mayor, llevaba medias de pares y colores diferentes, un descuido que yo habría sabido evitar.