Jefe de Jefes, un cuento de Luis Felipe Lomelí
Luis Felipe Lomelí (Etzatlán, 1975). Ecólogo y escritor. Es autor de, entre muchos otros , la novela Indio borrado (Tusquets, 2014), la colección de cuentos Perorata, ganadora del Premio Nacional de Bellas Artes en México Gilberto Owen (Abismos, 2019), y del ensayo La estética de la penuria, ganador del Premio Nacional de Bellas Artes en México Malcolm Lowry (FEDEL, 2018). Ahora trata de ser papá.
El padre es el padre, el jefe. Kelly termina de ver el video en YouTube pero se niega a creer que las imágenes sean ciertas. Da un trago a su té. Cualquiera sube cualquier pendejada, cualquiera que tenga una máquina puede truquear un video, piensa. Sin embargo, no quiere volver a correrlo, no quiere revisar cuadro por cuadro para identificar las imposturas y convencerse de una buena vez de que es falso. La fotografía es borrosa. Pero el reguetón que lo acompaña se le pega como una lapa: pero no fue mala fe, hice lo que tenía que hacer. Y Kelly mejor hace lo que tiene que hacer y esto no incluye hablar a Hermosillo para preguntar qué ha pasado –allá son las ocho de la noche, su celular registra tres llamadas perdidas “sin número” pero su madre le habla a cada rato— sino ponerse su impermeable y pedalear a la embajada.
Antes de salir del departamento toma un par de Glorias de Linares porque el azúcar siempre le levanta ánimo. Es lo malo de vivir fuera de América, la falta de dulces, de chile. Pero lo bueno de trabajar como encargada de seguridad informática en la embajada de México es que siempre llegan regalos y, ya se sabe, salvo que sean para ella o para Su Excelencia, los envíos de comida son para los primeros que los vean. Una regla no escrita. Las Glorias eran para el muchachito de Monterrey que trabaja en la oficina comercial pero, ni modo, llegaron en su día libre y el resto se las repartieron.
Baja la escalera. ni hao de un lado y ni hao del otro. Las Glorias están buenísimas. Por qué no había de ese tipo de dulces en Sonora, piensa. Piensa en su infancia de dulces comprados en Tucson y en Yuma.
¿Y Santa Clós va a saber que vamos a estar en Tucson? Claro que sí, mi amor, él lo sabe todo. La carretera de sahuaros hacia el norte oyendo Pacas de a kilo hasta el hartazgo porque esa es la manía de su padre. Kelly niña no entiende porqué dejaron la cena de Navidad a medias para ir a visitar al tío Edgardo en Arizona. ¿Y si Santa no nos encuentra y se lleva sus regalos? Pidió el convertible de la Barbie, el rosa, el más chilo.
Toma su bicicleta y sale a las calles anchas de Pekín endomingadas con los pendones olímpicos, engalanadas con los colores que aparecen después del invierno: primero es el amarillo. Y las brisas cálidas que de cuando en cuando acarician su cuello, por debajo de la cola de caballo para olvidar el frío. La embajada queda a unas cuantas cuadras y Kelly piensa que si en Hermosillo no hiciera ese calor tan infernal, allá también andaría en bicicleta: es el mejor complemento para alguien que se la pasa todo el día frente a una computadora. Porque sí, ella llegó a China después de trabajar en la sección de sistemas del Centro de Investigación y Seguridad Nacional. Para algo tenía que servir su título de ingeniero por la Universidad de California en Santa Bárbara y la computadora que le compró su papá esa navidad que Santa Clós no le tenía ningún regalo en casa de su tío Edgardo y la morrilla chillaba como puerca atorada por el mall: que ella se había portado bien todo el año, que por qué no tenía regalos, que todo era culpa de sus papás. Y después de vueltas y vueltas sin encontrar el convertible rosa de la Barbie, la niña Kelly se paró frente a una vitrina de electrónicos y dijo que quería una de ésas: una Commodore 128. Entonces su padre dijo que sí, mi amor, lo que usté guste, porque a fin de cuentas para eso también era el negocio, para darle a los morrillos todo lo que necesitaran. De modo que entraron y Kelly fue quien la pidió porque era la que sí hablaba inglés. A la salida el padre se veía más contento que la niña. Y cómo no: él a los nueve años ya andaba en la pizca, su primogénita a los seis ya tenía computadora. El padre es el padre, el jefe.
Kelly pedalea y no puede quitarse de la cabeza el reguetón —pero no fue mala fe, yo sólo los cociné—, mucho menos la imagen de su padre. Seguro que era truco. Incluso pudo haberlo posteado alguno de sus tíos. ¿Y si no era? ¿Y si sí era su padre en el video? Piensa. Los pendones olímpicos se mecen con el aire de Pekín, con el viento que trae la arena del Gobi cuando arrecia, la arena de un desierto que no quiere conocer porque teme que le recuerde el suyo.
—¡Y si sí es, qué chingados!—Grita Kelly y detiene su bicicleta.
Ningún chino se da por aludido y sólo la rodean con un giro del volante o del paso, como si no existiera.
Kelly respira. Desenvuelve su segunda Gloria de Linares y muerde un cachito. Por algo has dejado de ser parte de tu familia, se dice a sí misma. Por algo te fuiste a estudiar a California y luego te metiste a trabajar a Seguridad Nacional, para no tener nada que ver con ellos, para no ser como ellos, para que ni siquiera se te acercaran.
Entra corriendo a la cocina. Kelly niña estaba a punto de terminar un programa que le diera un saludo al encender la computadora cuando su madre tuvo la fantástica idea de que bajara a saludar a sus tíos y luego, ya que estás parada, ya que era el día libre de la sirvienta, tráigase los chicharrones para que a sus tíos no les caiga pesada la cerveza. Entra a la cocina con sus dos trencitas brincándole sobre los hombros y abre una gaveta: municiones. Un cajón: la nueve milímetros de su padre. Otra gaveta: cuatro granadas entre latería gringa. Grita: ¡Mamá, no encuentro los chicharrones!
Eso: si sí es su padre, a ella le importa una chingada. O por lo menos trata de convencerse. Por algo está lejos. Por algo está sola. Por algo ha conseguido que la respeten arriba y abajo: nadie se mete con un hacker porque un hacker te revienta, cuantimás si trabaja en Seguridad Nacional. Y más bien fue por eso, y no porque hubiera aprendido un poco de chino mandarín en California, que su superior decidió mandarla a Pekín a la primera oportunidad. Ya se sabía que la Kelly era una bala para buscar criminales por internet, pero también se rumoraba que ella había sembrado la evidencia en la computadora del último tipo de la oficina que habían procesado por asociación delictiva con el Cártel del Golfo. Todos habían visto que el tipo la chuleaba, que le soltaba albures. Y todos vieron también el día en que se enojó Kelly y le dijo al tipo que se iba a ir a chingar a su madre. Luego siguieron tres meses de tranquilidad en donde Kelly hasta parecía coquetearle al tipo. El día que llegaron los de la Agencia Federal de Investigación, Kelly fue la última que estuvo en el cubículo del desgraciado. Los que la vieron ahí, cuentan que el tipo se puso pálido y que Kelly tenía una sonrisa muy grande. Así se gana el respeto. Por eso su superior no dudó en mandarla a China cuando hablaron de Relaciones Exteriores para pedir que el destacado en Pekín también supiera de protección informática.
(Un mes después se quebraron al tipo en el bote, unos dicen que por una sopa Maruchan, otros que por no respetar al patrón).
Pedalea. Muerde otro cachito de Gloria. Recuerda a su padre con la guitarra cantando Pacas de a kilo en el porche de la casa: es mi historia, mi amor. Y la morra calladita, cocinando el odio: yo no soy como tú. La vergüenza luego en el colegio de alcurnia: ¿a qué se dedica tu papá? Porque claro, Kelly destacaba entre las güeritas por tener algo de sangre seri, y acá en China es la gigante. Sólo que en Pekín no le importa que la reconozcan, es una extranjera más, una extranjera gigante. Y su trabajo consiste en horadar la Gran Muralla de Fuego para que toda la correspondencia electrónica de la embajada vaya y vuelva sin problemas, en crear ella sus propias murallas para que el espionaje chino no tenga acceso a los sistemas. Y eso lo saben todos en la embajada: si alguien se mete con ella, bye bye a los correos electrónicos, bye bye a la libertad de poder decir lo que sea sin que los comunistas lo sepan. Me gusta burlar las redes que tienden los federales, canta en su mente Kelly pero la voz que oye es la voz de su padre. El padre es el padre, el jefe. Y por eso entra como una ráfaga el beat del reguetón y desgrana el acordeón de Los Tigres: chinga tu madre si eres contra, chi-chinga tu madre para ti y para tu escolta. Kelly cierra los ojos. Sale volando de la bicicleta.
Ándale, m’ijita, ven, no seas así. No. Van a estar todos tus primos. No puedo. Mira que es su cumpleaños y él quiere que vengas. No. M’ijita no seas malagradecida, ya te mandó el boleto. No puedo: tengo exámenes. M’ijita, bien sabes que por ti se ha sacrificado más que por cualquiera de tus hermanos. ¡Pues por mí puede dejar de sacrificarse! Eso nunca, mi amor –la voz del padre, tranquila, chingado: tenía levantado el otro auricular—, yo por usté me sacrificaré hasta que me muera: que le vaya muy bien en sus exámenes, que para mí es un orgullo tenerla estudiando en el Gabacho.
Un policía la ayuda a levantarse. Xiexie. Kelly tiene raspado el brazo derecho del impermeable y la palma de su mano izquierda. Fue una caída leve, busca y ni siquiera encuentra con qué tropezó la llanta de su bicicleta. Tampoco halla lo que le quedaba de Gloria, habrá caído lejos, perdida entre la basura y los escupitajos de la calle. Se vuelve a subir a su bicicleta y da las gracias de nuevo al policía que sigue ahí mirándola, como extrañado por el contacto. Son hijos únicos, piensa Kelly, es un país de hijos únicos: su familia es otra cosa. Pedalea. Ese día, el de la llamada, no pudo estudiar. Para divertirse un rato se puso a navegar en sitios poco usuales de internet y encontró unas páginas en clave de los grupos anticastristas de Miami. Eran copia de archivos .txt, avisos, graffiti como con los que se comunicaban las pandillas de muchachos en Hermosillo. El reto le duró para entretenerse los días que siguieron, rastreando, identificando los patrones de los posts y sus respuestas, descifrando los códigos. Después de una semana no sólo tenía identificadas las direcciones IP de las tres computadoras más activas, sino también las posibles direcciones físicas desde donde se conectaban y una lista preliminar de la célula terrorista. Por puro gusto posteó un par de mensajes contradictorios para desquiciar a los exiliados cubanos y salió feliz a caminar por la playa de Santa Bárbara: ya sabía a lo que se quería dedicar terminando la carrera.
(En los siguientes dos meses aparecieron baleados cuatro militantes de la célula anticastrista, presumiblemente, por otros militantes de la célula anticastrista).
Ni hao, saluda al guardia de la embajada. Le arde la mano izquierda. Pero no fue mala fe, hice lo que tenía que hacer. Respira profundo para tratar de olvidar el reguetón del cártel contrario al de su padre, para tratar de olvidar las imágenes del video y recuperar la compostura. Porque los tipos de graffiti en internet han ido cambiando, han salido y entrado de Usnet, de las páginas .txt, de los “grupos de amigos” y, ahora, proliferan en las páginas de videos: ahí donde se mostraba la imagen borrosa de su padre acribillado a ritmo de reguetón. Kelly le pide a la secretaria la llave del botiquín. La gente de la embajada la mira extraño, de una forma que no es común a la de todos los días: como si ya todos supieran qué pasa o estuvieran escondiendo algo.
Mientras camina hacia el botiquín oye el canto de los grillos, los cuchicheos, las risitas apagadas. Suena su celular: “sin número”. No contesta. Entra al baño y se lava las manos. Al salir se sienta en una silla a curarse, mira cómo pasa el agregado cultural por el pasillo y, en lugar de saludarla, se vuelve y se hace el despistado. Pero antes nota cómo comenzaba a reírse. Kelly contiene la respiración antes de ponerse el Merthiolate. Arde. Recuerda cuando se cayó del caballo en el rancho: su padre la sentó en las piernas para curarla y le dijo que si contenía la respiración le iba a arder menos, luego la llevó a cabalgar con él en el mismo pinto para que no le fuera a agarrar miedo a los animales. A nada hay que tenerle miedo, mi amor. El Merthiolate arde porque la herida no es profunda pero es extensa. Cierra los ojos. No quiere que se le salga ni una lágrima y menos porque alrededor siguen los cuchicheos y las risitas. Abanica la mano para que seque rápido.
Exhala.
¿Y si sí era su padre el del video? ¿Si no estaba truqueado?
Abre los ojos. El muchachito de Monterrey, el de la oficina comercial, está a su lado, sonriente, con cara de pena. Le extiende una coyota de piloncillo envuelta en una servilleta.
—Para el susto.
Kelly la toma con la mano sana y primero mira al muchachito con desconcierto, luego con coraje.
—Llegaron bien temprano. Yo les dije que no, pero ya ves cómo es la raza: nomás te pude guardar una.
Kelly no se da cuenta de que se le está saliendo una lágrima. De pura rabia. De dolor rabioso. Ése que sí siente y que le impide darse cuenta de que sus ojos se le han aguado, se le han hinchado de sangre y la lágrima baja como un arroyo nuevo en tierra seca. (La llenará de cuarteaduras). Ahora ya no tiene que preguntarse quién le envió las coyotas ni tampoco si el video de su padre era cierto. Ahora sabe que tiene que hacer lo que tiene que hacer, lo que ha sido siempre. El padre es el padre, el jefe.
—A esos cabrones se los va a cargar la chingada.